Leía recientemente un artículo sobre cómo determinadas mujeres de éxito, auténticos fenómenos mediáticos, padecían el denominado Síndrome del Impostor. Es decir, que a veces sentían no merecer el éxito que habían conseguido con su talento y esfuerzo. Si bien es cierto que no se imagina a Cristiano Ronaldo afirmando lo mismo, no está de acuerdo en que esto sea algo privativo de la mujer. No es una cuestión de género sino de responsabilidad.

Las personas que padecen el Síndrome del Impostor o Síndrome del Fraude -el fenómeno psicológico según el cual los sujetos atribuyen su éxito al azar o a las casualidades- temen ser descubiertas de un momento a otro. No tiene nada que ver con la preparación. Es una cuestión de actitud y de reconocimiento. Suele darse en entornos altamente competitivos y el profesional que lo sufre suele ser una persona comprometida con la organización, que inconscientemente, trabaja más y más duro para obtener reconocimiento de su valía. Propio y ajeno.

Según los expertos, también se da, por ejemplo, en familias monoparentales o del mismo sexo que se esfuerzan en educar a los hijos mejor que las familias de corte tradicional. La presión social percibida les hace reforzar su elección de modelo familiar. Pero, sea como sea, estos síndromes surgidos a finales de los 70 hay que cogerlos con pinzas, a pesar de su vigencia.

¿Quién no se ha sentido un impostor alguna vez? ¿En la facultad, los primeros meses en un nuevo trabajo, en una relación inesperadamente maravillosa? Muchas veces, una se queda trabajando hasta tarde no porque tema ser descubierta en su inoperancia sino porque la carga de trabajo es abrumadora. La crisis permitió la destrucción de numerosos puestos de trabajo y un importante retroceso en los derechos laborales que, ahora que está pasando el chaparrón, no se han restablecido.