Hace un millón de años que no come chuches, aproximadamente. Cuando las comía, nunca supo cómo llamar a las nubes, esas chuches de aspecto cilíndrico, rositas y blancas, que algunos de sus amigos solían llamar jamoncitos. Es ese producto que en las pelis americanas insertan en un palo y las derriten en la lumbre durante una acampada. Recientemente ha descubierto que, en inglés, se llaman marshmallow. Qué cosas.

Les cuenta todo esto porque quiere hablarles del “Marshmallow test” que en castellano se vendría a traducir como “La prueba del jamoncito”. Definitivamente, en inglés todo suena mejor.

Pues bien, en los años 70 se popularizó una prueba realizada a los niños para analizar su sistema de recompensa tardía. El psicólogo Walter Mischel, de la Universidad de Stanford, ofrecía a los niños poder elegir entre una recompensa de inmediato (un jamoncito) o dos pequeñas compensaciones (dos chuches) si esperaban 15 minutos solos en la habitación dado que el investigador los dejaba solos en el aula.

Algunos hacían lo que podían para combatir su pulsión hacia la recompensa inmediata y obtener dos dulces. Se ponían de espaldas a la chuche, trataban de no mirarla, se inventaban juegos…

La investigación demostró que los niños que supieron esperar tendrían mejores resultados en general, tanto en resultados académicos como control de su peso (en valores de IMC) y otras medidas. Hace unos días, el divulgador Adolfo Galán se preguntaba si los adultos de 2017 pasarían este test… Con sus teléfonos móviles. Y todo lo que ello comporta: WhatsApps, mails, redes sociales.

Son como cocaína para cualquier sistema de recompensa y una auténtica ruina para la productividad. Lo malo es que, de adultos, el premio ya no es ni siquiera un jamoncito es el enésimo correo urgente. Con mayúsculas en el asunto del mail, claro.