16 Ene

Los lectores del metro

Le gusta pasear, sentarse en una terraza a observar la gente, escuchar las conversaciones ajenas en el metro. Ya sabe lo que están pensando. No es ser entrometida, es deformación profesional.

Viajaba, pues, el otro día atareadísima, en metro, de camino a la biblioteca cuando se sentó al lado de dos chicas con maletas. En frente, dos chulazos de veintipocos morenos a rabiar, con gafas de sol dentro del vagón y sombrero de paja ibicenco. Los cuatro parecían sacados de un catálogo. Se notaba que estaban de vacaciones.

Hay personas que huelen a verano. Quizá sea su ropa, su actitud o su modo de pasar por la vida. Sonriendo.

De pronto, el chico del sombrero dijo que se estaba leyendo un libro de título enrevesadísimo y en voz baja la chica de su izquierda dijo el título del penúltimo de Espinosa. “Si tú me dices ven lo dejo todo pero dime ven”, pensó ella mentalmente sonriendo por la ternura de la situación. Contra todo pronóstico, la amiga necesitó la ayuda de otro señor de traje que, como ella, también estaba escuchando la conversación, sin iPad, y sin ningún rubor. Y después resultó que tampoco y todo el vagón estalló en una carcajada catártica, deliciosa, por fuera de lo común.

Después, resultó que el libro que aquel chulazo -de Mallorca que se dirigía a Alicante- estaba leyendo era “No me iré sin decirte a donde voy”, del cual no había escuchado hablar en la vida. Y se imaginó lo divertidos que deberían estar los autores, o más bien las editoriales, ideando trabalenguas ocurrentes, imposibles de memorizar para generar situaciones surrealistas como la que acaba de presenciar.

Aquella conversación casi acaba en romance. Pero no. La chica de su derecha fue rápida. “¿Cuánto tiempo te quedas en Valencia?”, le dijo al guapo. Pero no pudo ser, seguía hasta Alicante. No les dio tiempo ni a darse los whatsapps. Pero con aquella mirada se lo dijeron todo.

Hace tanto que nadie la mira así… La conversación de aquellas teenagers siguió versando sobre el sombrerito y su sonrisa y no sobre literatura, como era de esperar.

Ambas concluyeron que sería divertido conocer al desconocido. Con la edad, aquellas modernas aprenderían que las historias divertidas suelen ser siempre las que duelen más.

15 Ene

Vivir con menos

Recientemente, alguien le habló del reto 333. Es un proyecto que consiste en elegir 33 prendas y vivir con ellas durante 3 meses. Se incluyen prendas de abrigo, zapatos, complementos así como outfits para celebraciones especiales. Las excepciones, la ropa interior, deportiva y pijama. Tan solo se puede reponer algo cuando la prenda se estropea.

La primera pregunta que le vino a la mente es si ella podría hacerlo. La segunda ¿para qué? Comentan que es antídoto a fast fashion pero, sobre todo, un comienzo para ordenar la vida y simplificar las cosas. Deteniéndose a pensar cada vez que se compra si esa prenda es necesaria o si les hace feliz. Tener menos cosas pero todas bonitas. La decoración nórdica es un buen ejemplo.

El 333 es una de las reglas que abrazan los minimalistas. The minimalism es un movimiento creado por Joshua Fields Millburn y Ryan Nicodemus en Estados Unidos y que promueve vivir con menos.

Activistas sociales, autores del documental “Minamilism”, a través de su web y sus podcasts cuentan su historia a todo aquel que la quiera escuchar. Ganando un sueldo de 6 cifras antes de los 30, uno de ellos apenas pudo despedirse de su madre enferma. El mismo mes, su mujer le dejó porque nunca estaba en casa. De camino a decorar su enésima casa, hizo un lista mental de todo lo que necesitaba comprar. ¿De verdad lo necesitaba?

‘Minimalism’ (disponible en Netflix) no es el mejor documental de la historia pero pone el dedo en la llaga. ¿Para que trabajar tan duro si después no se puede disfrutar de lo que de verdad importa? El documental muestra un rosario de antihéroes que renunciaron al reconocimiento social.

Decidieron dar un paso al vacío: abandonar sus trabajos, comprar casas más pequeñas para tener tiempo para ser felices. El éxito de los perdedores de caminar calmo y sonrisa abierta.

14 Ene

Impostoras

Leía recientemente un artículo sobre cómo determinadas mujeres de éxito, auténticos fenómenos mediáticos, padecían el denominado Síndrome del Impostor. Es decir, que a veces sentían no merecer el éxito que habían conseguido con su talento y esfuerzo. Si bien es cierto que no se imagina a Cristiano Ronaldo afirmando lo mismo, no está de acuerdo en que esto sea algo privativo de la mujer. No es una cuestión de género sino de responsabilidad.

Las personas que padecen el Síndrome del Impostor o Síndrome del Fraude -el fenómeno psicológico según el cual los sujetos atribuyen su éxito al azar o a las casualidades- temen ser descubiertas de un momento a otro. No tiene nada que ver con la preparación. Es una cuestión de actitud y de reconocimiento. Suele darse en entornos altamente competitivos y el profesional que lo sufre suele ser una persona comprometida con la organización, que inconscientemente, trabaja más y más duro para obtener reconocimiento de su valía. Propio y ajeno.

Según los expertos, también se da, por ejemplo, en familias monoparentales o del mismo sexo que se esfuerzan en educar a los hijos mejor que las familias de corte tradicional. La presión social percibida les hace reforzar su elección de modelo familiar. Pero, sea como sea, estos síndromes surgidos a finales de los 70 hay que cogerlos con pinzas, a pesar de su vigencia.

¿Quién no se ha sentido un impostor alguna vez? ¿En la facultad, los primeros meses en un nuevo trabajo, en una relación inesperadamente maravillosa? Muchas veces, una se queda trabajando hasta tarde no porque tema ser descubierta en su inoperancia sino porque la carga de trabajo es abrumadora. La crisis permitió la destrucción de numerosos puestos de trabajo y un importante retroceso en los derechos laborales que, ahora que está pasando el chaparrón, no se han restablecido.

13 Ene

El test Marshmallow

Hace un millón de años que no come chuches, aproximadamente. Cuando las comía, nunca supo cómo llamar a las nubes, esas chuches de aspecto cilíndrico, rositas y blancas, que algunos de sus amigos solían llamar jamoncitos. Es ese producto que en las pelis americanas insertan en un palo y las derriten en la lumbre durante una acampada. Recientemente ha descubierto que, en inglés, se llaman marshmallow. Qué cosas.

Les cuenta todo esto porque quiere hablarles del “Marshmallow test” que en castellano se vendría a traducir como “La prueba del jamoncito”. Definitivamente, en inglés todo suena mejor.

Pues bien, en los años 70 se popularizó una prueba realizada a los niños para analizar su sistema de recompensa tardía. El psicólogo Walter Mischel, de la Universidad de Stanford, ofrecía a los niños poder elegir entre una recompensa de inmediato (un jamoncito) o dos pequeñas compensaciones (dos chuches) si esperaban 15 minutos solos en la habitación dado que el investigador los dejaba solos en el aula.

Algunos hacían lo que podían para combatir su pulsión hacia la recompensa inmediata y obtener dos dulces. Se ponían de espaldas a la chuche, trataban de no mirarla, se inventaban juegos…

La investigación demostró que los niños que supieron esperar tendrían mejores resultados en general, tanto en resultados académicos como control de su peso (en valores de IMC) y otras medidas. Hace unos días, el divulgador Adolfo Galán se preguntaba si los adultos de 2017 pasarían este test… Con sus teléfonos móviles. Y todo lo que ello comporta: WhatsApps, mails, redes sociales.

Son como cocaína para cualquier sistema de recompensa y una auténtica ruina para la productividad. Lo malo es que, de adultos, el premio ya no es ni siquiera un jamoncito es el enésimo correo urgente. Con mayúsculas en el asunto del mail, claro.

12 Ene

Forever young

¿Cuándo fue la última vez que leyeron un libro? Un libro entero, quiere decir, de ficción, ensayo, poesía… Lo imaginaba. Ella se obliga a leer en el metro el trayecto al trabajo y lleva paseando a su triángulo amoroso durante meses pero piensa que esta semana acaba con ellos, con su tragedia y su dolor. Es tan triste que es así. Se obliga a leer. Con la irrupción de las plataformas tipo Netflix se está embruteciendo. Tanto, que su índice de lectura ha descendido preocupantemente en los últimos años. Pero es algo más: es un síntoma. Social.

Por defecto, lee la prensa a diario y sigue la actualidad por diversos canales de información. La mayoría, por las redes sociales. Resulta increíble que los medios promocionen sus noticias en Facebook. Sencillamente porque los jóvenes no leen. Lo ve en sus alumnos. No tocan un libro ni con un palo. Y eso pasa factura. En el habla, en la expresión pero sobre todo en la amplitud del pensamiento. Son el fiel reflejo del mínimo esfuerzo. De lo que se denomina la progresiva infantilización de Occidente.

Algo que, por desgracia, va más allá de la cirugía estética, de la crisis de mediana edad, o de que, pronto, envejecer esté penado por la ley.

Según Marcel Danesi, profesor de antropología y autor de Forever Young, una sociedad inmadura se caracteriza por unos ciudadanos dóciles, donde impera la inmediatez, los contenidos banales y la pornografía de la imagen –entendida ésta por memes, cotilleos, y vídeos virales de carente valor informativo- que satisfacen nuestra curiosidad y alimentan la pulsión de instantaneidad.

La progresiva analfabetización funcional genera masas anestesiadas que exigen más a la vida sin entender el entorno que les rodea y que acogen encantados los dogmas y, como resultado, la sociedad se polariza. Aún están a tiempo. Corran a la biblioteca más cercana.