Le gusta pasear, sentarse en una terraza a observar la gente, escuchar las conversaciones ajenas en el metro. Ya sabe lo que están pensando. No es ser entrometida, es deformación profesional.

Viajaba, pues, el otro día atareadísima, en metro, de camino a la biblioteca cuando se sentó al lado de dos chicas con maletas. En frente, dos chulazos de veintipocos morenos a rabiar, con gafas de sol dentro del vagón y sombrero de paja ibicenco. Los cuatro parecían sacados de un catálogo. Se notaba que estaban de vacaciones.

Hay personas que huelen a verano. Quizá sea su ropa, su actitud o su modo de pasar por la vida. Sonriendo.

De pronto, el chico del sombrero dijo que se estaba leyendo un libro de título enrevesadísimo y en voz baja la chica de su izquierda dijo el título del penúltimo de Espinosa. “Si tú me dices ven lo dejo todo pero dime ven”, pensó ella mentalmente sonriendo por la ternura de la situación. Contra todo pronóstico, la amiga necesitó la ayuda de otro señor de traje que, como ella, también estaba escuchando la conversación, sin iPad, y sin ningún rubor. Y después resultó que tampoco y todo el vagón estalló en una carcajada catártica, deliciosa, por fuera de lo común.

Después, resultó que el libro que aquel chulazo -de Mallorca que se dirigía a Alicante- estaba leyendo era “No me iré sin decirte a donde voy”, del cual no había escuchado hablar en la vida. Y se imaginó lo divertidos que deberían estar los autores, o más bien las editoriales, ideando trabalenguas ocurrentes, imposibles de memorizar para generar situaciones surrealistas como la que acaba de presenciar.

Aquella conversación casi acaba en romance. Pero no. La chica de su derecha fue rápida. “¿Cuánto tiempo te quedas en Valencia?”, le dijo al guapo. Pero no pudo ser, seguía hasta Alicante. No les dio tiempo ni a darse los whatsapps. Pero con aquella mirada se lo dijeron todo.

Hace tanto que nadie la mira así… La conversación de aquellas teenagers siguió versando sobre el sombrerito y su sonrisa y no sobre literatura, como era de esperar.

Ambas concluyeron que sería divertido conocer al desconocido. Con la edad, aquellas modernas aprenderían que las historias divertidas suelen ser siempre las que duelen más.